domingo, 17 de junio de 2018

PRIMERA LECTURA
Yo exalto al árbol humilde
Lectura del Profeta Ezequiel 17, 22-24
Esto dice el Señor Dios:
«También yo había escogido una rama de la cima del alto cedro y la había plantado; de las más altas y jóvenes ramas arrancaré una tierna y la plantaré en la cumbre de un monte elevado; la plantaré en una montaña alta de Israel, echará brotes y dará fruto.
Se hará un cedro magnífico.
Aves de todas clases anidarán en él, anidarán al abrigo de sus ramas.
Y reconocerán todos los árboles del campo que yo soy el Señor, que humillo al árbol elevado y exalto al humilde, hago secarse el árbol verde y florecer el árbol seco.
Yo, el Señor, lo he dicho y lo haré».
Palabra de Dios
Sal 91, 2-3. 13-14. 15-16
R. Es bueno darle gracias, Señor.
Es bueno dar gracias al Señor
y tocar para tu nombre, oh Altísimo,
proclamar por la mañana tu misericordia
y de noche tu fidelidad. R.
El justo crecerá como una palmera,
se alzará como un cedro del Líbano;
plantado en la casa del Señor,
crecerá en los atrios de nuestro Dios. R.
En la vejez seguirá dando fruto
y estará lozano y frondoso,
para proclamar que el Señor es justo,
mi Roca, n quien no existe la maldad. R.
SEGUNDA LECTURA
En el destierro o en patria, nos esforzamos en agradar al Señor
2Cor 5, 6-10
Hermanos:
Siempre llenos de buen ánimo y sabiendo que, mientras habitamos en el cuerpo, estamos desterrados lejos del Señor, caminamos en fe y no en visión.
Pero estamos de buen ánimo y preferimos ser desterrados del cuerpo y vivir junto al Señor.
Por lo cual, en destierro o en patria, nos esforzamos en agradarlo.
Porque todos tenemos que comparecer ante el tribunal de Cristo para recibir cada cual por lo que haya hecho mientras tenía este cuerpo, sea el bien o el mal.
Palabra de Dios
Aleluya
R. Aleluya, aleluya, aleluya
La semilla es la palabra de Dios, y el sembrador es Cristo; todo el que lo encuentra vive para siempre. R.
EVANGELIO
Era la semilla más pequeña, pero se hace más alta que las demás hortalizas
Lectura del santo Evangelio según san Marcos 4, 26-34
En aquel tiempo, Jesús decía al gentío:
«El reino de Dios se parece a un hombre que echa semilla en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo fruto sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega».
Dijo también:
«¿Con qué compararemos el reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos? Con un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después de sembrada crece, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que los pájaros pueden anidar a su sombra».
Con muchas parábolas parecidas les exponía la palabra, acomodándose a su entender. Todo se lo exponía con parábolas, pero a sus discípulos les explicaba todo en privado.
Palabra del Señor

Comentario Pastoral
¿POR QUÉ JESÚS ENSEÑABA EN PARÁBOLAS?
El texto litúrgico del evangelio de este domingo undécimo del tiempo ordinario nos propone para nuestra meditación dos parábolas: la de la semilla que crece silenciosamente y la del grano de mostaza. Es indudable que ambas parábolas tienen un alcance y novedad, que es necesario descubrir para comprender lo que es el Reino de Dios.

¿Qué es una parábola? ¿Cuál es su fin? ¿Dónde está su significado preciso? La parábola es una semejanza inspirada en los acontecimientos cotidianos conocidos para mostrarnos la relación con algo desconocido. Las parábolas son metáforas o episodios de la vida, que ilustran verdades morales o espirituales. Jesús ha usado con frecuencia este género literario para explicar el misterio del Reino de Dios y de su Persona. Son discursos cifrados que deben ser aclarados desde la fe.

El fin primario de las parábolas usadas por Jesús es estimular el pensamiento, provocar la reflexión y conducir a la escucha y a la conversión. Para poder comprender las parábolas es imprescindible la fe en quien la escucha; solamente de este modo puede descubrirse el misterio del Reino de Dios, que es enigma indescifrable para los que no aceptan el Evangelio.

La parábola de la semilla que germina silenciosamente presenta el contraste entre el comienzo humilde y el crecimiento extraordinario. El sembrador no está inactivo, sino que espera día y noche hasta que llegue la cosecha, cuando el grano esté a punto para meter la hoz. El sembrador representa a Dios, que ha derramado abundantemente la semilla sobre la tierra por medio de Jesús, “sembrador de la Palabra”. A pesar de las apariencias contrarias, el crecimiento es gradual y constante: primero el tallo, luego la espiga, después el grano. Un día llegará el tiempo de la cosecha, es decir, el cumplimiento final del Reino de Dios, que ha tenido sus muchas y diversas etapas antecedentes.

La segunda parábola del grano de mostaza, la semilla más pequeña, responde a los que tienen dudas sobre la misión de Cristo o su esperanza frustrada. Los comienzos insignificantes pueden tener un resultado final de proporciones grandiosas. Ya san Ambrosio dijo que Jesús, muerto y resucitado, es como el grano de mostaza. Su Reino está destinado a abarcar a la humanidad entera, sin que esto signifique triunfalismo eclesial.

Las dos parábolas de este domingo son un himno a la paciencia evangélica, a la esperanza serena y confiada. El fundamento de la esperanza cristiana, virtud activa, es que Dios cumple sus promesas y no abandona su proyecto de salvación. Incluso cuando parece que calla y está ausente, Dios actúa y se hace presente, siempre de una manera misteriosa, como le es propio. Aunque el hombre siembre muchas veces entre lágrimas, cosechará entre cantares.
Andrés Pardo

Palabra de Dios:

Ezequiel 17,22-24Sal 91, 2-3. 13-14. 15-16
2Cor 5, 6-10san Marcos 4, 26-34

de la Palabra a la Vida
La catolicidad del reino se pone de manifiesto en esa llamativa capacidad para acoger en todas sus ramas a todo aquel que necesite posarse en ellas. La belleza de las palabras del profeta Ezequiel inspira las parábolas del Reino que Jesús anuncia en el evangelio de hoy. Esa característica de dar cobijo a todos los que al Reino se acerquen, tiene una finalidad clara: “Y todos sabrán que soy el Señor”. Solamente el Padre de todos puede buscar acoger a todos, cuidar de todos, proteger a todos. Y cada hijo suyo que se acerque a pedir cobijo encontrará unos brazos abiertos, unas ramas extendidas, fuertes, para ser sostenido.

Sin embargo, la paradójica presentación de este misterioso reino manifiesta otra característica más: su crecimiento. Comienza siendo la más pequeña de las semillas, como el grano de mostaza, dice Jesús en el evangelio, pero crece insospechadamente: ¿Quién podría imaginarlo viendo su tamaño? ¿Quién podría imaginarlo viendo a un hombre anunciarlo? ¿Quién podría imaginarlo viendo a los pobres que son acogidos, que son promocionados, que encuentran casa? Realmente, no se imagina, se cree: El que cree, es acogido.

He ahí la única condición necesaria para encontrar ese cobijo. La fe del creyente le permite reconocer en ese árbol enorme, santo y lleno de pecadores, su propia casa. Sí, porque en ese Reino al que somos invitados, en el que se nos anima a descansar, ya no somos extraños, sino que somos hijos: somos parte de él mismo. El salmo también la refleja con otras palabras: “El justo crecerá como una palmera, se alzará como un cedro del Líbano”. El que se posa en sus ramas, crece, y creciendo hace crecer el Reino. El que se confía y sostiene en él, a pesar de su debilidad, crece y se alza de forma misteriosa también, hasta tal punto que manifiesta, en su pobreza, la belleza propia de los cedros del Líbano: Quien ha contemplado aquellos árboles frondosos en la tierra santa, entiende la grandeza de la imagen: abierto, con fuertes ramas y verdes hojas, capaz de esconder dentro de sí a tantos y tantos pájaros…

El crecimiento del Reino se une directamente con el crecimiento de los creyentes. A veces, este crecimiento es evidente, se da en nosotros a grandes pasos, o mejor aún, nos permite tomar la suficiente distancia como para valorar la obra grande que Dios hace en su Reino, en el que nosotros somos también acogidos, queridos, cuidados. Otras veces, la mayoría, el crecimiento se realiza misteriosamente, pues el reino ha comenzado por una semilla que se ha plantado en la tierra, que ha tenido que morir para dar mucho fruto, el Señor Jesús, crucificado, muerto y sepultado, y por lo tanto somos acogidos en la medida en que nosotros mismos vamos entrando en esa dinámica de muerte y resurrección: el Reino crece en la medida en la que el misterio pascual se realiza en nosotros.

Y nosotros nos reconocemos en ese árbol frondoso en la medida en la que nos vamos dejando trabajar por Dios así, misteriosamente, en lo profundo del corazón, por obra de la gracia. ¿Abrimos el corazón a ser acogidos por Dios así, desde lo pequeño? ¿Acogemos que el misterio del Reino crece por el misterio de la cruz, deseamos de hecho que así suceda en nosotros? Porque, tan natural como ver crecer el árbol hasta acoger en sí a tantos y tantos, es contemplar que el Reino de Dios, que Él ha sembrado amorosamente, crece incluso por encima de todas nuestras incapacidades y egos para valorar el inmenso y transformador amor que nos tiene el Señor.
Diego Figueroa

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