domingo, 25 de febrero de 2018

PRIMERA LECTURA
El sacrificio de Abrahán, nuestro padre en la fe
Lectura del libro del Génesis 22, 1-2. 9-13. 15-18
En aquellos días, Dios puso a prueba a Abrahán.
Le dijo:
«¡Abrahán!»
Él respondió:
«Aquí estoy».
Dios le dijo:
«Toma a tu hijo único, al que amas, a Isaac, y vete a la tierra de Moria y ofrécemelo allí en holocausto en uno de los montes que yo te indicaré»
Cuando llegaron al sitio que le había dicho Dios, Abrahán levantó allí el altar y apiló la leña.
Entonces Abrahán alargó la mano y tomó el cuchillo para degollar a su hijo.
Pero el ángel del Señor le gritó desde el cielo:
«¡Abrahán, Abrahán!»
Él contestó:
«Aquí estoy».
El ángel le ordenó:
«No alargues la mano contra el muchacho ni le hagas nada. Ahora he comprobado que temes a Dios, porque no te has reservado a tu hijo, a tu único hijo».
Abrahán levantó los ojos y vio un carnero enredado por los cuernos en la maleza. Se acercó, tomó el carnero y lo ofreció en holocausto en lugar de su hijo.
El ángel del Señor llamó a Abrahán por segunda vez desde el cielo: -«Juro por mí mismo, oráculo del Señor: por haber hecho esto, por no haberle reservado tu hijo, tu hijo único, te colmaré de bendiciones y multiplicaré a tus descendientes como las estrellas del cielo y como la arena de la playa. Tus descendientes conquistarán las puertas de sus enemigos. Todas las naciones de la tierra se bendecirán con tu descendencia, porque has escuchado mi voz».
Palabra de Dios.
Sal 115, 10 y 15. 16-17. 18-19
R. Caminaré en presencia del Señor en el país de los vivos
Tenía fe, aun cuando dije: 
«¡Qué desgraciado soy!» 
Mucho le cuesta al Señor 
la muerte de sus fieles. R.
Señor, yo soy tu siervo, 
siervo tuyo, hijo de tu esclava: 
rompiste mis cadenas. 
Te ofreceré un sacrificio de alabanza, 
invocando el nombre del Señor. R.
Cumpliré al Señor mis votos 
en presencia de todo el pueblo, 
en el atrio de la casa del Señor, 
en medio de ti, Jerusalén. R.
SEGUNDA LECTURA
Dios no se reservó a su propio Hijo
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 8, 31b-34
Hermanos:
Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?
El que no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios, el que justifica ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, que murió, más todavía, resucitó y está a la derecha de Dios, y que además intercede por nosotros?
Palabra de Dios.
Versículo Lc 9,35
En el esplendor de la nube se oyó la voz del Padre:
«Este es mi Hijo, el Elegido, escuchadlo».
EVANGELIO
Éste es mi Hijo, el amado
Lectura del santo Evangelio según san Marcos 9, 2-10
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, subió aparte con ellos solos a un monte alto, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo.
Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús.
Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo a Jesús:
«Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías».
No sabía qué decir, pues estaban asustados.
Se formó una nube que los cubrió, y salió una voz de la nube:
«Este es mi Hijo, el amado; escuchadlo».
De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos.
Cuando bajaban del monte, les ordenó que contasen a nadie lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos.
Esto se les quedó grabado, y discutían qué quería decir aquello de resucitar de entre los muertos.
Palabra del Señor

Comentario Pastoral
LA SUBIDA CUARESMAL HASTA LA PASCUA
Vivir es ascender, subir, dejar niveles bajos, superar situaciones inferiores, acumular experiencias, descubrir nuevos horizontes desde la altura. Por eso la vida es una ascensión continua con sus riesgos, cansancios y compensaciones, que da transcendencia al plano real. La vida es una suma de etapas (años) y una conquista de metas diarias, que posibilita el señalar nuevos objetivos. El fracaso de muchas vidas humanas está en contentarse en vivir abajo sin esfuerzo y tener miedo a la altura.

Dos lecturas de la misa de este segundo domingo de Cuaresma hablan de subir al monte, de ascender a la cima para vivir una experiencia religiosa o ver la gloria de Dios. Abrahán fue a un monte del país de Moria para sacrificar a su hijo Isaac. Cristo subió a una montaña alta con sus discípulos para transfigurarse ante ellos. ¿Qué tiene de sagrado la altura? ¿Por qué hay que subir?

En la historia de las religiones los lugares altos se consideraban más próximos a la divinidad y eran espacios propicios para el sacrificio ritual y el encuentro con Dios. Los principales templos estaban en las cimas de las rocas o de las montañas. Y este sentido sagrado de la altura perdura y se percibe incluso en muchas iglesias, santuarios y ermitas cristianas, edificadas en los altozanos y colinas de nuestra geografía.

Abrahán sube al monte por imperativo del amor de Dios, que le promete una descendencia numerosa a la vez que le pide el sacrificio de su hijo. Abrahán es tentado en la altura y desde la fe vive una experiencia desconcertante, que acaba en bendición generosa por su fidelidad sincera. Del mismo modo que Abrahán, el cristiano en muchos niveles altos de la vida tiene que estar dispuesto a sacrificar el “Isaac” que lleva dentro, es decir, lo más vinculado a su experiencia personal, lo que más se quiere. El riesgo de la ascensión de la fe es el fiarse totalmente de las exigencias de la Palabra de Dios, frente a la evidencia de lo inmediato.

Cristo asciende al monte Tabor para transfigurarse delante de sus discípulos, revestirse de luz y revelarse como Hijo amado de Dios. Toda la vida de Jesús fue una subida hasta Jerusalén, que culminó en la ascensión dolorosa al calvario para morir crucificado. Al resucitar de entre los muertos posibilitó nuestra resurrección al final de la etapa terrena, después de tantas bajadas y subidas, caídas y puestas en pie, en la llanura de muchos quebrantos y desconciertos o en la altura que permite ver cercana la gloria de Dios.
Andrés Pardo



Palabra de Dios:

Génesis 22, 1-2. 9-13. 15-18Sal 115, 10 y 15. 16-17. 18-19
san Pablo a los Romanos 8, 31b-34san Marcos 9, 2-10
de la Palabra a la Vida
Si el domingo pasado era Noé el personaje del Génesis que experimentaba la benevolencia de Dios y recibía su alianza, en este segundo domingo es Abraham. Cuando el Padre nos hace escuchar su voz en el evangelio: “Tú eres mi Hijo amado”, resuena de fondo como un eco de la historia de Abraham con su hijo amado, Isaac, dispuesto a ser entregado. Si a Abraham su obediencia le vale un pacto, a Cristo su obediencia le vale ser hoy transfigurado.

Sí, escucha, cristiano, porque si cumples la voluntad del Padre, si ante el desierto y la prueba perseveras en la voluntad del Padre, serás transfigurado. La Pascua de Cristo te transfigurará a imagen de Cristo.

El mensaje que subyace es claro. Merece la pena volver a mirar a Abraham hoy, dispuesto a sacrificar al heredero de la promesa por hacer la voluntad de Dios. El Padre acepta el sacrificio que no es necesario que llegue a consumar, lo sabemos bien por el canon romano, que nos dice que el Padre aceptó “el sacrificio de Abraham, nuestro padre en la fe”. Nuestra alianza con Dios se establece en un camino de obediencia. La Cuaresma quiere hacernos volver a la obediencia, una obediencia que se manifiesta en el primer mandamiento: el amor a Dios es definitivo para ser ante todos como el Hijo amado.

Dios no está contra nosotros cuando nos pide obediencia, no estaba contra el Hijo, Dios, al contrario, manifiesta su voluntad de salvación cuando respondemos con obediencia. El salmo responsorial se convierte en una promesa y una intención encomiable: “Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida”. El motivo del camino vuelve a aparecer, como en el desierto el domingo anterior, pero aquí somos nosotros los que estamos dispuestos a caminar con el Señor.

El camino cuaresmal tiene que conducirnos a la Pascua, a la transfiguración. La obediencia del Hijo nos desata de nuestras cadenas, como dice el Salmo, para que podamos ofrecer un sacrificio de alabanza. El sacrificio de alabanza no se realiza por nuestra muerte, como tampoco por la de Isaac, sino por nuestra obediencia, como en el caso de Cristo. El bautismo nos convierte en ministros que pueden presentar ante Dios un sacrificio de alabanza, que pueden entregarle nuestra pequeña obediencia como algo que le agrada. La obediencia se aprende en la austeridad.

Por eso la Cuaresma nos habla de obediencia en este camino: solamente el que es fiel en lo poco está preparado para gestionar lo mucho. La Cuaresma es tiempo para lo que es poco, en ello es más fácil ser obediente, son menos las distracciones, Dios se hace más cercano, su presencia más viva. En la humildad de la muerte Cristo ha mantenido su obediencia, se ha preparado para gozar de las riquezas de la Pascua, advertidas ya en su transfiguración. El hombre tiene que hacer ese mismo camino. Debe gustar cómo, en el austero sacrificio, experimenta el abrazo consolador del Padre. ¿Cómo aceptamos la austeridad y la pobreza? ¿Buscamos en ellas el abrazo protector del Padre, que guarda siempre su alianza?

La vida de la Pascua espera, pero la Iglesia quiere prepararnos bien para ella. Sigamos avanzando aprendiendo que un sacrificio que agrada al Padre, que nos hace ser hijos amados por Él no pasa por los excesos o defectos, sino por la obediencia. Esta llevará a Cristo a la cruz y a nosotros a su Pascua.
Diego Figueroa

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