domingo, 12 de enero de 2020

PRIMERA LECTURA
Mirad a mi siervo, en quien me complazco.
Lectura del libro de Isaías 42, 1-4. 6-7
Esto dice el Señor:
«Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, en quien me complazco.
He puesto mi espíritu sobre él, manifestará la justicia a las naciones.
No gritará, no clamará, no voceará por las calles.
La caña cascada no la quebrará, la mecha vacilante no lo apagará.
Manifestará la justicia con verdad. No vacilará ni se quebrará, hasta implantar la justicia en el país. En su ley esperan las islas.
Yo, el Señor, te he llamado en mi justicia, te cogí de la mano, te formé e hice de ti alianza de un pueblo y luz de las naciones, para que abras los ojos de los ciegos, saques a los cautivos de la cárcel, de la prisión a los que habitan las tinieblas».
Palabra de Dios.
Sal 28, 1a y 2.3ac-4.3b y 9b-10
R. El Señor bendice a su pueblo con la paz.
Hijos de Dios, aclamad al Señor,
aclamad la gloria del nombre del Señor,
postraos ante el Señor en el atrio sagrado. R.
La voz del Señor sobre las aguas,
el Señor sobre las aguas torrenciales.
La voz del Señor es potente,
la voz del Señor es magnífica. R.
El Dios de la gloria ha tronado.
En su templo un grito unánime: «¡Gloria!»
El Señor se sienta por encima del diluvio,
el Señor se sienta como rey eterno. R.
SEGUNDA LECTURA
Ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo.
Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles 10,34-38
En aquellos días, Pedro tomó la palabra y dijo:
«Ahora comprendo con toda la verdad que Dios no hace acepción de personas, sino que acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea. Envió su palabra a los hijos de Israel, anunciando la Buena Nueva de la paz que traería Jesucristo, el Señor de todos.
Vosotros conocéis lo que sucedió en toda Judea, comenzando por Galilea, después del bautismo que predicó Juan. Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él».
Palabra de Dios.
Aleluya Cf. Mc 9,7
R. Aleluya, aleluya, aleluya.
Se abrieron los cielos y se oyó la voz del Padre:
«Este es mi Hijo, el amado; escuchadlo». R.
EVANGELIO
Se bautizó Jesús y vio que el Espíritu de Dios se posaba sobre él.
Lectura del santo Evangelio según san Mateo 3, 13-17
En aquel tiempo, vino Jesús desde Galilea al Jordán y se presento a Juan para que lo bautizara.
Pero Juan intentaba disuadirlo diciéndole:
«Soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?».
Jesús le contestó:
«Déjalo ahora. Conviene que así cumplamos toda justicia».
Entonces Juan se lo permitió. Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrieron los cielos y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre él. Y vino una luz de los cielos que decía:
«Este es mi Hijo amado, en quien me complazco».
Palabra del Señor.


Comentario Pastoral
¿BAUTIZAR A LOS NIÑOS?
La fiesta del Bautismo del Señor que concluye el tiempo de Navidad, es Epifanía del comienzo de la vida pública de Jesús y de su ministerio mesiánico. Jesús de Nazaret bajó al Jordán como si fuese un pecador (“compartió en todo nuestra condición humana menos en el pecado”), para santificar el agua y salir de ella revelando su divinidad y el misterio del nuevo bautismo. El espíritu de Dios descendió sobre él y la voz del Padre se hizo oír desde el cielo para presentarle como su Hijo amado.

El Bautismo es puerta de la vida y del reino, Sacramento de la fe, signo de incorporación a la Iglesia, vínculo sacramental indeleble, baño de regeneración que nos hace hijos de Dios. El Bautismo es el gran compromiso que puede adquirir el hombre. Y los compromisos verdaderos surgen en la libertad y en la decisión responsable de los adultos. Por eso, al recordar el Bautismo de Jesús en edad adulta, más de uno se puede plantear el sentido del Bautismo de los niños. ¿Se puede bautizar a un niño que aún está privado de responsabilidad personal? ¿Se le puede introducir en la iglesia sin su consentimiento? Estos interrogantes igualmente provocan una cascada de preguntas: “¿Quién nos pidió permiso para traernos a la existencia? ¿Por qué tuve que nacer en un ambiente y en unas condiciones determinadas de cultura y de clima? ¿Por qué he nacido en esta familia concreta que me dejará una huella propia?” etc… Es el juego de la vida y el misterio de la existencia. Al hombre siempre le queda la aceptación, la respuesta y la aportación posterior.

La Iglesia, que ya desde los primeros siglos bautizó también a los niños, siempre entendió que los niños son bautizados en la fe de la misma Iglesia, proclamada por los padres y la comunidad local presente. Lo que la Iglesia pide a los padres y padrinos no es que comprometan al niño, sino que se comprometan ellos a educarlos en la fe que supone el Bautismo. En el Bautismo la Iglesia da un voto de confianza, hace nacer a la vida de Hijo de Dios, siembra una semilla, hace un injerto, pone un corazón nuevo, que tendrá que crecer, desarrollarse y latir por propia cuenta y bajo personal responsabilidad algún día. Con el Bautismo, la Iglesia nos sumerge en la corriente de salvación, como se puede recoger un recién nacido abandonado en la calle fría, para llevarlo a un hogar caliente, sin esperar a preguntar al niño, cuando sea mayor, si quería que se le hubiese salvado y ayudado, porque entonces sería demasiado tarde.

¿Por qué no dar a un niño, nacido en un hogar cristiano, la simiente de la vida cristiana? El cultivo de esa simiente de fe será necesario sobre todo, hasta que esa nueva vida llegue a la autocomprensión y autoresponsabilidad. La Iglesia, pues, bautiza a los niños con esperanza
de futuro, contando con una comunidad cultivadora y garante de la fe cristiana.
Andrés Pardo


de la Palabra a la Vida
La gracia es el principio de la gloria. La gracia, que nosotros recibimos por medio de los sacramentos. “Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres”, dice san Pablo a Tito. El Padre revela en el Jordán a propios y a extraños quién es Jesús, el que ha aparecido: “Tú eres mi Hijo, el amado, mi predilecto”.

Una aparición es siempre una luz, “luz de las naciones”, dice Isaías. El Señor viene a iluminar a todos los hombres, pero su luz es divina: transforma. El tiempo de Navidad nos ha mostrado que el que nace viene para reinar, pero que ese reinado se realiza a través del misterio de la Pasión, que la Navidad mira a la Pascua.

La voz del Padre, que reconoce al “hijo amado”, nos lleva al libro del Génesis: allí, en la escena del sacrificio de Isaac (Gn 22), Dios habla a Abraham por tres veces refiriéndose a su hijo como “hijo amado”. Así, la escena del Jordán nos habla de un verdadero sacrificio: aquí Dios no sólo muestra a su Hijo, sino que nos anuncia que Él sí será sacrificado, como cordero sin mancha, como siervo inocente. Jesús será, como anunciaba Isaías, “mi siervo, mi elegido, a quien prefiero”.

Sobre ese siervo Dios pone su espíritu. La unción del Hijo en el bautismo se convierte así en su investidura mesiánica, en la que el siervo se muestra como el que, ungido por el don del Espíritu, cumple plenamente la voluntad del Padre. Entrar en las aguas del Jordán anticipa así entrar en el misterio de la muerte y sepultura, culmen de la obra del Siervo de Dios. Las aguas son imagen de la muerte, Jesús entra en la muerte para, ungido, dar vida. Así lo testifica, porque lo ha visto, san Pedro: “Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo”.

Esta revelación nos muestra, además, el fin de la misión del Hijo. En el salmo, la voz de Dios sobre las aguas hará resonar una palabra: “¡Gloria!” Los hombres van a recibir la gloria de Dios por la obediencia del Hijo. Poco parece tener que ver, en el tiempo en que vivimos, una actitud obediente con la gloria. Mientras que la obediencia es despreciada, la gloria es deseada. Sin embargo, si volvemos la espalda a la obediencia, la única gloria que nos mira de frente es la vanidad, algo pasajero, inmediato y mentiroso. A nosotros nos toca, un día como hoy, aprender con los discípulos, con Pedro, el valor de la obediencia del ungido: Pedro ha aprendido con Jesús a no ir por libre, ha aprendido que en la obediencia al Padre se encuentra un camino de unción y de gloria. Cuando uno va al margen de la voluntad del Padre escucha “Apártate de mí, Satanás”, pero cuando se sumerge en la obediencia al Padre, escucha “Este es mi hijo amado”.

La unción de Jesús en las aguas del Jordán es una invitación para nosotros a entrar con Él en el misterio de la obediencia, como hijos de Dios, al Padre. La celebración de la Iglesia, lugar de la unción de los hijos de Dios, es lugar en el que nuestro corazón acoge y desea, como Cristo, participar en la Pascua. La gloria de Dios no viene por gestos o ritos vacíos de significado, sino llenos de gracia: los cristianos, fiados en la voz del Padre, nos sumergimos así, con Él, en su misterio pascual. Por eso, la revelación de la Trinidad en el Jordán prepara la revelación Trinitaria en la acción litúrgica, que se da por la obediencia y que introduce en la gloria. Si en la celebración no somos obedientes, seamos sacerdotes o laicos, la revelación se oscurece, y la gloria de Dios queda oculta por una baratija, la vanagloria humana.
Diego Figueroa

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