domingo, 13 de enero de 2019

Comentario Pastoral
MEDITACIÓN SOBRE EL BAUTISMO
En el sacramento del Bautismo confluye todo el misterio de la vida: el pasado del pecado, el presente del hombre nuevo y la esperanza del mundo definitivo. El Bautismo es regeneración, vida nueva, nacimiento de lo alto, participación de la Resurrección, revestimiento de Cristo, signo de la filiación divina y unción del Espíritu.

Contemplado y definido así, desde la teología se comprende su importancia y valor. Sin embargo, desde la realidad pastoral concreta, el Bautismo tiene aún ciertos matices de celebración sociológica. Se pide el Bautismo desde diversas instancias: la costumbre, la religiosidad o la tradición familiar, aunque es verdad que actualmente el nacimiento de un niño y su Bautismo ya no están indisoluble y automáticamente unidos, como ocurría antes. Es creciente la toma de conciencia, por parte de todos, de la seriedad y exigencias que comporta este sacramento fontal, para que no sea un gesto estéril.

A quienes abogan radicalmente por el retraso del Bautismo hasta la edad adulta, para que haya un compromiso personal, conviene recordarles algunas de las razones presentadas en el nuevo ritual promulgado como fruto de la reforma litúrgica del Vaticano II: los niños son bautizados no por su fe personal, sino en la fe de la Iglesia, proclamada por los padres, padrinos y la comunidad; la respuesta y conversión personal de los niños es exigencia posterior al Bautismo, que necesita una educación progresiva en la fe eclesial.

En este domingo celebramos la fiesta del Bautismo del Señor. Es oportuno recordar las exigencias de nuestro propio bautismo, a la luz del Bautismo de Cristo, que fue manifestación de su filiación divina, comienzo de su misión pública, proclamación de una nueva fidelidad, un nuevo amor y una nueva ley. Los bautizados debemos manifestar en toda circunstancia que somos hijos de Dios, ungidos con un espíritu nuevo, que vence toda cobardía y egoísmo.

Porque estamos bautizados, tenemos que vencer el miedo a profesar una auténtica conciencia bautismal en todas las circunstancias básicas y a recobrar actitudes fundamentales que han podido abandonarse a lo largo del camino de la vida. Tareas específicas del bautizado son: vivir las obras de la luz en medio de las tinieblas, luchar contra las estructuras de la injusticia, enfrentarse al pecado del mundo, buscar afanosamente la fraternidad universal y construir el futuro de una historia nueva.
Andrés Pardo


de la Palabra a la Vida
“Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres”, dice san Pablo a Tito. La aparición de Jesús en el Jordán no es una de esas apariciones fugaces que vemos en el firmamento, sino que es una luz que viene para quedarse, una obra perenne. Por medio de la misma, el Padre revela en el Jordán a propios y a extraños quién es Jesús: “Tú eres mi Hijo, el amado, mi predilecto”.

Una aparición es siempre una luz, “luz de las naciones”, dice Isaías. El Señor viene a iluminar a todos los hombres, pero su luz es divina: transforma. El tiempo de Navidad nos ha mostrado que el que nace viene para reinar, pero que ese reinado se realiza a través del misterio de la Pasión, que la Navidad mira a la Pascua.

La voz del Padre, que reconoce al “hijo amado”, nos lleva al libro del Génesis: allí, en la escena del sacrificio de Isaac (Gn 22), Dios habla a Abraham por tres veces refiriéndose a su hijo como “hijo amado”. Así, la escena del Jordán nos habla de un verdadero sacrificio: aquí Dios no sólo muestra a su Hijo, sino que nos anuncia que Él sí será sacrificado, como cordero sin mancha, como siervo inocente. Jesús será, como anunciaba Isaías, “mi siervo, mi elegido, a quien prefiero”.

Sobre ese siervo Dios pone su espíritu. La unción del Hijo en el bautismo se convierte así en su investidura mesiánica, en la que el siervo se muestra como el que, ungido por el don del Espíritu, cumple plenamente la voluntad del Padre. Entrar en las aguas del Jordán anticipa así entrar en el misterio de la muerte y sepultura, culmen de la obra del Siervo de Dios. Así lo testifica, porque lo ha visto, san Pedro: “Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo”.

Esta revelación nos muestra, además, el fin de la misión del Hijo. En el salmo, la voz de Dios sobre las aguas hará resonar una palabra: “¡Gloria!”. Los hombres van a recibir la gloria de Dios por la obediencia del Hijo.

La unción de Jesús en las aguas del Jordán es una invitación para nosotros a entrar con Él en el misterio de la obediencia, como hijos de Dios, al Padre. La celebración de la Iglesia, lugar de la unción de los hijos de Dios, es lugar en el que nuestro corazón acoge y desea, como Cristo, participar en la Pascua. La Gloria de Dios no viene por gestos o ritos vacíos de significado, sino llenos de gracia: los cristianos, fiados en la voz del Padre, nos sumergimos así, con Él, en su misterio pascual, y al sumergirnos en él, la gracia, agua de vida, nos transforma.

Por eso, ¿qué nos queda de eso al salir de la celebración? ¿cómo dar continuidad a la acción de la gracia fuera de la celebración? A los que vivimos como pececitos, siguiendo a Cristo, nuestro pez, nos es posible mantenernos siempre en el agua si nuestra vida se convierte en un sacrificio espiritual, es decir, si somos capaces de sacrificar nuestra propia voluntad, como Cristo hace en el Jordán, para que se haga la voluntad del Padre.

Así, la acción de la gracia no aparece en la iglesia y desaparece fugazmente al salir de ella, sino que, a la manera de Cristo, también es perenne en nosotros.
Diego Figueroa

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