domingo, 15 de septiembre de 2019

PRIMERA LECTURA
Se arrepintió el Señor de la amenaza que había pronunciado
Lectura del libro del Éxodo 32, 7-11. 13-14
En aquellos días, el Señor dijo a Moisés:
«Anda, baja del monte, que se ha pervertido tu pueblo, el que tú sacaste de Egipto. Pronto se han desviado del camino que yo les había señalado. Se han hecho un becerro de metal, se postran ante él, le ofrecen sacrificios y proclaman:
“Este es tu Dios, Israel, el que te sacó de Egipto”».
Y el Señor añadió a Moisés:
«Veo que este pueblo es un pueblo de dura cerviz. Por eso, déjame: mi ira se va a encender contra ellos hasta consumirlos. Y de ti haré un gran pueblo».
Entonces Moisés suplicó al Señor, su Dios:
«¿Por qué, Señor, se va a encender tu ira contra tu pueblo, que tú sacaste de Egipto con gran poder y mano robusta? Acuérdate de tus siervos, Abrahán, Isaac e Israel, a quienes juraste por ti mismo:
“Multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo, y toda esta tierra de que he hablado se la daré a vuestra descendencia para que la posea por siempre”».
Entonces se arrepintió el Señor de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo.
Palabra de Dios
Sal 50, 3-4. 12-13. 17 y 19
R. Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre.
Misericordia, Dios mío, por tu bondad,
por tu inmensa compasión borra mi culpa;
lava del todo mi delito,
limpia mi pecado. R.
Oh Dios, crea en mí un corazón puro,
renuévame por dentro con espíritu firme;
no me arrojes lejos de tu rostro,
no me quites tu santo espíritu. R.
Señor, me abrirás los labios,
y mi boca proclamará tu alabanza.
El sacrificio agradable a Dios
es un espíritu quebrantado;
un corazón quebrantado y humillado,
tú , oh Dios, tú no lo desprecias. R.
SEGUNDA LECTURA
Cristo vino para salvar a los pecadores
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a Timoteo 1, 12-17
Querido hermano:
Doy gracias a Cristo Jesús, Señor nuestro, que me hizo capaz, se fió de mi y me confió este ministerio, a mí, que antes era un blasfemo, un perseguidor y un insolente.
Pero Dios tuvo compasión de mi porque no sabía lo que hacía, pues estaba lejos de la fe; sin embargo, la gracia de nuestro Señor sobreabundó en mí junto con la fe y el amor que tienen su fundamento en Cristo Jesús.
Es palabra digna de crédito y merecedora de total aceptación que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero; pero por esto precisamente se compadeció de mi: para que yo fuese el primero en el que Cristo Jesús mostrase toda su paciencia y para que me convirtiera en un de los que han de creer en él y tener vida eterna.
Al Rey de los siglos, inmortal, invisible, único Dios, honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén.
Palabra de Dios
Aleluya 2 Cor 5, 19ac
R. Aleluya, aleluya, aleluya
Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo,
y ha puesto en nosotros el mensaje de la reconciliación. R.
EVANGELIO
Habrá alegría en el ciclo por un solo pecador que se convierta
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 15, 1-32
En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús todos los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo:
«Ese acoge a los pecadores y come con ellos».
Jesús les dijo esta parábola:
«¿Quien de vosotros que tiene cien ovejas y pierde una de ellas , no deja las noventa y nueve en el desierto y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos, y les dice:
“¡Alegraos, conmigo!, he encontrado la oveja que se me había perdido”.
Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse.
O ¿ qué mujer tiene diez monedas, si se le pierde una, no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas y les dice:
“¡Alegraos conmigo!, he encontrado la moneda que se me había perdido”.
Os digo que la misma alegría tendrán los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta».
También les dijo:
«Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre:
“Padre, dame la parte que me toca de la fortuna.”
El padre les repartió los bienes.
No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente.
Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad.
Fue entonces y se contrato con uno de los ciudadanos de aquel país que lo mandó a sus campos a apacentar cerdos. Deseaba saciarse de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba nada.
Recapacitando entonces, se dijo:
“Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”.
Se levanto y vino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó cuello y lo cubrió de besos.
Su hijo le dijo:
“Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo.”
Pero el padre dijo a sus criados:
“Sacad enseguida el mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y sacrificadlo; comamos y celebramos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado”.
Y empezaron el banquete.
Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y la danza, y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello.
Este le contestó:
“Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha sacrificado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud”.
Él se indignó y no quería entrar, pero su padre salió e intentaba persuadirlo.
Entonces él respondió a su padre:
“Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; en cambio, cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tu bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado”.
El padre le dijo:
“Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo: pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado”».
Palabra del Señor

Comentario Pastoral
EL EVANGELIO DE LA MISERICORDIA
El Capítulo 15 del Evangelio de San Lucas, que se lee en este domingo, es verdaderamente el Evangelio de la misericordia. Las parábolas de la oveja perdida y de la moneda encontrada alcanzan su plena expresión en la parábola del hijo pródigo o, como observan muchos exégetas, en la parábola del padre pródigo en misericordia. No es la parábola de una crisis, sino la historia de un retorno, del retorno del hijo pequeño.

La conversión es una inversión de ruta después de un error de camino, una rectificación en el mapa de navegación por la vida. Es sabia decisión del hombre corregir la senda, abandonar el camino equivocado para retornar a Dios, que siempre espera.

Un hombre que mira el camino vacío es un padre que espera contra toda esperanza, que busca al hijo vagabundo y desaparecido. Es el personaje central de la parábola, que pone de manifiesto un amor pródigo en misericordia. Apenas se recorta en el horizonte la figura del hijo triste y solitario, el padre corre a su encuentro para abrazarlo. Y lo reconcilia en el banquete preparado con amor.

Pero hay un tercer personaje en la parábola que merece una aclaración especial: es el hijo mayor, el que cree que no necesita convertirse porque piensa con ojos altaneros, que no necesita convertirse porque tiene fama de honestidad. Su reacción es similar a la de los fariseos de todos los tiempos, que se creen justos y desprecian a los demás, que dan gracias a Dios porque no son ladrones, injustos, adúlteros. El hijo mayor se cree acreedor de su relación con el padre y no deudor. Se olvida de lo que nos recuerda San Pablo: “Todos somos pecadores”. Se niega a alegrarse por el retorno del hermano.

La alegría es una consecuencia lógica de la conversión. La alegría de Dios se transmite en el perdón: “Habrá más alegría en el cielo por un pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no lo necesitan”. Debemos suplicar la alegría del perdón. Es necesario recuperar el valor de la reconciliación, celebrándola como sacramento de amor y de alegría. Por eso, la alegría de la salvación debe estar siempre presente en el camino de nuestra experiencia cristiana.

El cristiano debe recrear y manifestar siempre la imagen en Dios Padre perdonador, rico en misericordia, para saber perdonar a los demás y para superar la imagen irritada e integrista del hermano mayor del hijo pródigo.
Andrés Pardo

de la Palabra a la Vida
La Sagrada Escritura está llena de reencuentros. Algunos de ellos, el de Dios con su pueblo, el del pastor con la oveja perdida o la mujer con la moneda, el sublime encuentro del padre con el hijo, aparecen en la Liturgia de la Palabra de hoy.

Sin embargo, podríamos recorrer toda la historia del amor de Dios reconociendo de cuántas formas distintas, por medio de cuántas personas llenas de emoción, Dios mismo manifiesta su amor a los hombres. Estos reencuentros no son casuales. Son fruto del amor de un Dios que apuesta por la humanidad, por cada uno de nosotros. La lectura del libro del Éxodo nos muestra a un Dios que cambia de parecer por el bien de su pueblo, para recuperarlo, para no perderlo para siempre. No se ve que el pueblo cambie su parecer, porque es Dios el que “nos amó primero”. Es Dios el que busca al hombre, el que acomoda su ser, su corazón, al hombre, para que este pueda recibir la salvación, la tierra que Dios le ha prometido.

Así, lo que hace bello el camino del hijo al padre en la parábola evangélica es el hecho de que el padre corre al encuentro del hijo, con el corazón antes que con las piernas. Así, el padre manifiesta el camino que ha preparado para reencontrarse con el hijo. Igualmente, es el pastor el que busca la oveja, es la mujer la que busca su moneda.

El salmo responsorial expresa perfectamente lo que el hombre reconoce que Dios hace: Dios es el que borra y lava, es el que crea y renueva, es el que abre los labios al hombre para que este proclame la alabanza de Dios. Solamente si el hombre es capaz de reconocer de qué forma providente, misteriosa, sutil, Dios se hace el encontradizo, encontrará el ánimo y el valor necesarios para ponerse en marcha.

Nosotros no podemos dejarnos engañar por el ruido y el aplauso de lo que hacemos: Dios ya lo ha preparado en el silencio, en lo escondido. Esta enseñanza del encuentro que Dios busca con nosotros la experimentamos, o así deberíamos hacer, en la celebración sacramental. La liturgia no es una acción de los hombres, sino primeramente de Dios, que la prepara y celebra, llamándonos a participar en su alegría. Pero hace que su participación sea escondida, y que todo lo visible quede en manos de nuestra humanidad. Por eso no nos reunimos, Él nos reúne; no nos alimentamos, Él nos alimenta; no nos fortalecemos, Él nos fortalece. Y deja en nosotros la alegría de haber encontrado su gracia, es decir, de un encuentro con Dios que no es fruto de nuestros méritos, sino que Él ha propiciado contando con nuestras debilidades. La alianza con Dios manifestada en la liturgia, entonces, es una invitación a mirar la vida, a afrontarla, como un don suyo. Dios viene y nos provoca para que vengamos. ¿Me reconozco llamado por Dios cuando voy a misa? ¿Busco el abrazo del Padre cuando me acerco a confesar mis pecados en el confesionario? ¿Celebro los sacramentos no como algo debido, sino humildemente, fruto del Dios que quiere reencontrarme?

El encuentro con Dios en la liturgia no se realiza en que esta sea según a mi me parece, según sienta más o menos, sino en la obediencia a lo que manda la Iglesia. Así el Padre sale a nuestro encuentro y nos reviste con el don del Espíritu Santo, don para sus hijos. Sin esa obediencia, a la que el mismo hijo menor de la parábola acepta someterse, el encuentro no se realiza, pues no es un encuentro humano sin más, sino humano y divino, por el Hijo, Dios y hombre. Nuestro encuentro refleja el que en Él ha sucedido por nosotros, una reconciliación perfecta.

Recorriendo la Escritura en busca de estos encuentros es como mejor puedo preparar el que se da conmigo cuando participo en la liturgia, y sobre todo, empiezo a construir el que el Padre, eterna y misteriosamente, en lo escondido, prepara para mí en las Bodas del Cordero.
Diego Figueroa

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