domingo, 1 de septiembre de 2019

PRIMERA LECTURA
Humíllate, y así alcanzarás el favor de Dios
Lectura del libro del Eclesiástico 3, 17-18. 20. 28-29
Hijo, actúa con humildad en tus quehaceres, y te querrán más que al hombre generoso.
Cuanto más grande seas, más debes humillarte, y así alcanzarás el favor del Señor.
«Muchos son los altivos e ilustres, pero él revela sus secretos a los mansos»
Porque grande es el poder del Señor y es glorificado por los humildes.
La desgracia del orgulloso no tiene remedio, pues la planta del mal ha echado en él sus raíces.
Un corazón prudente medita los proverbios, un oído atento es el deseo del sabio.
Palabra de Dios
Sal 67, 4-5ac. 6-7ab. 10-11
R. Tu bondad, oh, Dios, preparo una casa para los pobres.
Los justos se alegran, 
gozan en la presencia de Dios, 
rebosando de alegría. 
Cantad a Dios, tocad a su honor; 
su nombre es el Señor. R.
Padre de huérfanos, protector de viudas, 
Dios vive en su santa morada. 
Dios prepara casa a los desvalidos, 
libera a los cautivos y los enriquece. R.
Derramaste en tu heredad, oh, Dios, una lluvia copiosa, 
aliviaste la tierra extenuada; 
y tu rebaño habitó en la tierra 
que tu bondad, oh, Dios, 
preparó para los pobres. R.
SEGUNDA LECTURA
Vosotros os habéis acercado al monte Sión, ciudad del Dios vivo
Lectura de la carta a los Hebreos 12, 18-19. 22-24a
Hermanos:
No os habéis acercado a un fuego tangible y encendido, a densos nubarrones, a la tormenta, al sonido de la trompeta; ni al estruendo de las palabras, oído el cual, ellos rogaron que no continuase hablando.
Vosotros os habéis acercado al monte Sión, ciudad del Dios vivo, Jerusalén del cielo, a las miríadas de ángeles, a la asamblea festiva de los primogénitos inscritos en el cielo, a Dios, juez de todos; a las almas de los justos que han llegado a la perfección, y al Mediador de la nueva alianza, Jesús.
Palabra de Dios
Aleluya Mt 11, 29ab
R. Aleluya, aleluya, aleluya
Tomad mi yugo sobre vosotros – dice el Señor -, 
y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón. R.
EVANGELIO
El que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 14, 1. 7-14
Un sábado, Jesús entró en casa de uno de los principales fariseos para comer y ellos lo estaban espiando.
Notando que los convidados escogían los primeros puestos, les decía una parábola:
«Cuando te conviden a una boda, no te sientes en el puesto principal, no sea que hayan convidado a otro de más categoría que tú; y venga el que os convidó a ti y al otro y te diga:
“Cédele el puesto a éste”.
Entonces, avergonzado, irás a ocupar el último puesto.
Al revés, cuando te conviden, vete a sentarte en el último puesto, para que, cuando venga el que te convidó, te diga:
“Amigo, sube más arriba”.
Entonces quedarás muy bien ante todos los comensales.
Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».
Y dijo al que lo había invitado:
«Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado. Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; y serás bienaventurado, porque no pueden pagarte; te pagarán en la resurrección de los justos».
Palabra del Señor


Comentario Pastoral
LA VERDADERA HUMILDAD
Nuestra sociedad es muy sensible a los ambientes sociales en los que proliferan las fiestas y banquetes. Cierta prensa exalta ostentaciones de prestigio personal, de presunción y vanidad. Quien no busca los primeros puestos es un infeliz, porque pierde la oportunidad de codearse con los que salen en portada de revista.

Se tacha de ingenuo a quien denuncia tanta hipocresía y notoriedad facilona. ¿No sería mejor una sociedad que aceptase a las personas más por lo que son que por los puestos que ocupan, más por sus bondades y virtudes que por sus apariencias y relumbrones?.

¡Qué oportuno es el Evangelio de este domingo! Los hombres buscamos siempre sobresalir para ser invitados y tenidos en cuenta, nos parecemos a los fariseos del tiempo de Jesús, que apetecían honras exteriores y soñaban con destacarse de la plebe. El egoísmo puede cegarnos de soberbia e impedirnos ver a los que son más dignos. La autojustificación y la arrogancia nunca son buenas consejeras.

Los fariseos (¿nosotros?) se ponían en los primeros puestos de los banquetes para mirar, observar, pasar revista, descalificar a los demás. Se convertían en jueces creyendo que así no eran juzgados. Cuántas veces las cenas y comidas son mentideros y ocasiones que menosprecian a los inferiores socialmente y que rompen la convivencia e igualdad de todos.

Los que somos invitados por Cristo a su mesa deberíamos poseer la virtud del “último puesto”, que nos hace reconocer sinceramente que nuestro currículum vitae no es notable, incluso contradictorio. Ante Dios no valen pretensiones ni suficiencias, sin coherencia y humildad. La invitación nos llega no por merecimientos humanos, sino por gracia.

La humildad cristiana no consiste en cabezas bajas y en cuellos torcidos, sino en reconocer que debemos doblegar el corazón por el arrepentimiento, para que nuestra fe no sea pobre, nuestra esperanza coja y nuestro amor ciego.

La humildad es la regla para la participación en la mesa del Reino. La verdadera grandeza del hombre se mide por su riqueza interior y humana, es decir, por su capacidad de amar. La humildad no es masoquismo, sino el justo conocimiento de sí mismo para ocupar exactamente el propio lugar.
Andrés Pardo

Palabra de Dios:

Eclesiástico 3, 17-18. 20. 28-29Sal 67, 4-5ac. 6-7ab. 10-11
Hebreos 12, 18-19. 22-24asan Lucas 14, 1. 7-14

de la Palabra a la Vida
El Tiempo Ordinario representa el camino que el discípulo va haciendo uniendo su vida con la del Señor. Sin duda, hay enseñanzas que son capitales en este camino. La de hoy es una de ellas. El Señor, que anunciaba en los domingos anteriores dispersión, división, para después reunir, para formar un solo pueblo, nos enseña en la Liturgia de la Palabra de este Domingo cual es la actitud necesaria para ser recogido: la humildad. “Procede con humildad”, “hazte pequeño”. Esa actitud es sabia, propia de un oído atento. Uno no va a Cristo, es recogido por Él. O en el corazón hay la humildad de dejarse recoger por el Señor, de aprender y de aceptar lo que el Maestro enseñe y diga, o uno corre el riesgo de, como decía el Señor en el evangelio del domingo pasado, no estar tan cerca como cree, sino lejos. En eso consiste el acto de humildad: en que me dejo recoger, acepto ser recogido. Mis méritos, mis honores, no me alcanzan. Mis títulos, mis aplausos, no me ponen a su nivel. Mis reconocimientos, mis virtudes, no llegan. Todos son “de la última fila”. Pero su amor… es de primera línea, infinitamente más poderoso. ¿Aceptamos esto?

Esta humildad aparece dibujada en los dos ejemplos que el Señor explica en el evangelio de hoy: el del puesto de los invitados a un banquete y el de los que merecen ser invitados. Ciertamente, no busca Cristo ofrecer un tratado de buenas maneras, o de cómo aparentar, no es más fiel al Señor el que ocupa el último banco en asambleas e iglesias por egoísmo o tibieza que el que ocupa el primero por amor. El empeño del discípulo ha de ser aceptar ser llevado: “cuando seas mayor, otro te ceñirá y te llevará donde no quieras”. El discípulo manifiesta ser adulto no cuando elige o decide lo que quiere hacer con razonamientos propios, sensatos, piadosos, sino cuando se pone a la escucha, cuando, lejos de marcarse el camino, obedece humildemente el plan de Dios. La disponibilidad del espíritu es contraria a la autosuficiencia y a la cabezonería. El discípulo se deja situar allí donde el Señor decida. No decide por un día de alta o de baja autoestima, sino por la confianza en el inmenso amor que Dios, su Padre, le tiene. Ese amor de Dios es el que le descubre el precioso valor de su vida y misión.

Por eso, aquel que vive confiando en Dios podrá recibir “una lluvia copiosa”. La consecuencia para los que, en el pueblo de Israel, mantuvieron la fe en Dios, fue entrar en una tierra, en una casa, preparada por Dios para los pobres, la tierra prometida. La figura de los pobres de Yahveh, aquellos que tenían como único bien la confianza en el Señor, se ve iluminada por los discípulos en el evangelio: ellos tienen que heredar esa actitud de vivir ansiosos por recibir no otra cosa que la Palabra de Dios.

“Subir más arriba”, por tanto, no es cosa que, para nosotros, deba realizarse en este mundo. Si aquí hemos sido confiados como para abajarnos, al llegar al final de nuestra vida, donde no podamos nada, escucharemos del anfitrión: “Amigo, sube más arriba”. En la celebración de la Iglesia, en un banco o en otro, o mejor aún, en aquel en el que podamos percibir bien lo que se nos da, el cristiano recibe la gracia que, como un susurro, le dice al corazón “sube más arriba”. Mientras que la vanidad de lo que tenemos o nos creemos nos engaña y nos hace creer merecedores de algo, en realidad, es la gracia, no el mundo, quien tiene que elevarnos. No es el negocio, el enchufe, la apariencia, es la gracia la que mueve al corazón a la gratuidad del segundo ejemplo del evangelio, el del banquete. Y es la humildad la que hace que el corazón acepte todo ese camino y pueda seguir por la vida a Cristo. Lo otro es vanidad, y no es de Dios, sino del mundo, engaño que deja en evidencia al que se deja llevar por ella, impropio de un auténtico discípulo.
Diego Figueroa

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