domingo, 11 de noviembre de 2018

PRIMERA LECTURA
La viuda preparó con su harina una pequeña torta y se la llevó a Elías
Lectura del primer libro de los Reyes 17, 10-16
En aquellos días, se alzó el profeta Elías y fue a Sarepta. Traspasaba la puerta de la ciudad en el momento en el que una mujer viuda recogía por allí leña.
Elías la llamó y le dijo:
«Tráeme un poco de agua en un jarro, por favor, y beberé».
Cuando ella fue a traérsela, él volvió a gritarle:
«Tráeme, por favor, en tu mano un trozo de pan».
Respondió ella:
«Vive el Señor, tu Dios, que no me queda pan cocido; solo un puñado de harina en la orza y un poco de aceite en la alcuza. Estoy recogiendo un par de palos, entraré y prepararé el pan para mí y mi hijo, lo comeremos y luego moriremos».
Pero Elías le dijo:
«No temas. Entra y haz como has dicho, pero antes prepárame con la harina una pequeña torta y tráemela. Para ti y tu hijo lo harás después.
Porque así dice el Señor, Dios de Israel:
“La orza de harina no se vaciará, la alcuza de aceite no se agotará, hasta el día en que el Señor envíe la lluvia sobre la tierra”».
Ella se fue, hizo lo que le había dicho Elías, y comieron él, ella y su hijo.
Ni la orza de harina se vació, ni la alcuza de aceite se agotó, como lo había dicho el Señor por medio de Elías.
Palabra de Dios
Sal 145, 7. 8-9a. 9bc-10
R. Alaba, alma mía, al Señor.
El Señor mantiene su fidelidad perpetuamente,
hace justicia a los oprimidos, 
da pan a los hambrientos. 
El Señor liberta a los cautivos. R.
El Señor abre los ojos al ciego, 
el Señor endereza a los que ya se doblan, 
el Señor ama a los justos. 
El Señor guarda a los peregrinos. R.
Sustenta al huérfano y a la viuda 
y trastorna el camino de los malvados. 
El Señor reina eternamente, 
tu Dios, Sión, de edad en edad. R.
SEGUNDA LECTURA
Cristo se ofreció una sola vez para quitar los pecados de todos
Lectura de la carta a los Hebreos 9, 24-28
Cristo entró no en un santuario construido por hombres, imagen del auténtico, sino en el mismo cielo, para ponerse ante Dios, intercediendo por nosotros.
Tampoco se ofrece a sí mismo muchas veces como el sumo sacerdote, que entraba en el santuario todos los años y ofrecía sangre ajena. Si hubiese sido así, tendría que haber padecido muchas veces, desde la fundación del mundo. De hecho, él se ha manifestado una sola vez, al final de los tiempos, para destruir el pecado con el sacrificio de sí mismo.
Por cuanto el destino de los hombres es morir una sola vez; y después de la muerte, el juicio.
De la misma manera, Cristo se ofreció una sola vez para quitar los pecados de todos.
La segunda vez aparecerá, sin ninguna relación al pecado, para salvar a los que lo esperan.
Palabra de Dios
Aleluya Mt 5,3
R. Aleluya, aleluya, aleluya
Bienaventurados los pobres en el espíritu,
porque de ellos es el reino de los cielos. R.
EVANGELIO
Esta viuda pobre ha echado más que nadie
Lectura del santo Evangelio según san Marcos 12, 38-44
En aquel tiempo, Jesús, instruyendo al gentío, les decía:
«¡Cuidado con los escribas! Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en la plaza, buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y devoran los bienes de las viudas y aparentan hacer largas oraciones. Esos recibirán una condenación más rigurosa».
Estando Jesús sentado enfrente del tesoro del templo, observaba a la gente que iba echando dinero: muchos ricos echaban mucho; se acercó una viuda pobre y echó dos monedillas, es decir, un cuadrante.
Llamando a sus discípulos, les dijo:
«En verdad os digo que esta viuda pobre ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero esta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir».
Palabra del Señor

Comentario Pastoral
LA DONACIÓN DE DOS VIUDAS POBRES
En el domingo trigésimo segundo ordinario, los protagonistas de la liturgia de la Palabra de la Misa son dos pobres viudas, que en su indigencia material y por su fe en Dios encarnan la primera y fundamental bienaventuranza evangélica. La viuda que ofrece hospitalidad al profeta Elías, es premiada con un milagro que remedia su necesidad; la viuda del evangelio recibe el mejor elogio de Jesús por haber dado los “dos reales” que tenía. Las dos viudas, pobres e indefensas, pero generosas y llenas de fe, son como un símbolo de la donación total de Dios y del deber que nosotros tenemos de hacer partícipes de los propios bienes a los otros.

Para entender los dos relatos de hoy es preciso tener en cuenta que las viudas eran las personas más pobres entre los pobres. En la antigüedad era impensable una mujer sola y autónoma, pues o dependía del padre o del marido. La viuda no heredaba los bienes del marido, sino que era ella parte de la herencia del hijo primogénito. Por eso, una viuda sin padre o sin hijos mayores estaba expuesta a toda clase de angustias y riesgos.

La viuda de Sarepta solamente tenía un puñado de harina y un poco de aceite en la alcuza. Elías le pide un extraordinario acto de caridad: darle a él lo que le quedaba como último alimento para subsistir. Y ella cree en la palabra del profeta, que es portador de la promesa del Señor; por eso es premiada con la abundancia del don prometido y ya no le faltará nunca harina ni aceite.

El evangelio nos narra el gesto furtivo de otra viuda que echa en el cepillo del templo dos reales, todo lo que tenía para vivir. Jesús observa la escena y pone de relieve la vanagloria de los ricos y sus ofrendas sonoras frente al amor que expresa el óbolo insignificante de dos pequeñísimas monedas. Lo que Cristo resalta es el valor enorme de esta ofrenda y la intención que la acompaña. Los demás han dado lo superfluo, lo que les sobraba; la viuda, en su pobreza, dio todo lo que tenía para vivir, dio lo necesario. 

Dios no es un Dios de cantidades, sino de calidades. No calibra el exterior. Quiere corazones y voluntades. El amor no se mide desde la cantidad económica sino desde la calidad interior. Lo importante es la donación de sí mismo. Por eso cuando damos lo que “necesitamos para vivir” estamos entregando no sólo lo nuestro, sino a nosotros mismos. Repetimos y prolongamos entonces la acción de Cristo que salva con el sacrificio y ofrenda de sí mismo.
Andrés Pardo

Palabra de Dios:

Reyes 17, 10-16Sal 145, 7. 8-9a. 9bc-10
Hebreos 9, 24-28san Marcos 12, 38-44

de la Palabra a la Vida
No es suficiente reconocer que en la vida se suceden multitud de contrastes para que podamos quedarnos tranquilos con lo que vemos. Decir que hay gran variedad de colores, gustos, posibilidades, etc… en cualquier ámbito de la vida, no soluciona la problemática de la vida misma. Los contrastes deben ser interpretados para comprender lo que nos quieren decir.

Entre aquellos escribas de los que habla Jesús en el evangelio de hoy y la viuda pobre hay contrastes. Y no basta con reconocerlos, hay que saber cómo los interpreta Jesús, para no hacer nosotros una interpretación interesada, sesgada, de lo que sucede.

Cuando la Iglesia se acerca al final del año litúrgico, cuando hemos recorrido casi entero este ciclo de Marcos, la analogía nos lleva siempre al final de la vida: ¿Cómo tenemos que llegar al final de la vida? Habiéndolo dado todo. Conviene llegar con poco para dar, porque la vida nos ha servido para darla, para darlo todo, para no reservarnos, para no buscarnos a nosotros mismos. Porque quien se ha buscado a sí mismo aparenta mucho, llama la atención, atrae, pero, ¡cuidado! La viuda, por el contrario, pide contemplación, mirarla bien. Ella lo ha dado todo y aún así mantiene la fidelidad. Y, aunque da poco en cantidad, da mucho en fidelidad, y esa fidelidad se convierte en reflejo de la fidelidad de Dios.

Por eso, el contraste, la variedad, de por sí no dicen mucho, más allá de una belleza o no primera, dicen si se ordenan, si se entienden, si se interpretan bien y Jesús aclara lo que quiere decirnos. Por eso, la fidelidad de la viuda manifiesta a un Dios que se ha dado a lo pobre, a lo pequeño, a lo despreciable, y que busca permanecer unido a ello para hacerlo más bello.

He ahí entonces, la santidad. Se puede perder mucho, muchísimo en la vida, pero no se puede perder la unión con el Señor. Se puede perder el dinero, las posesiones, la fama, la salud, o las pequeñas libertades, pero en todo caso ha de mantenerse la unión con el Señor, que es a la vez una unión con su pueblo, manifestado aquí en el Templo, el lugar santo. Cuando al cristiano le toca experimentar la pobreza, la indefensión, la soledad, porque siempre en la vida toca pasar por estas experiencias, uno siempre puede hacer un óbolo aparentemente pequeño en contraste con otros mucho más llamativos, pero grande, inmenso a los ojos de Dios, que consiste en seguir confiando en Él. Eso es lo que vemos en la mujer viuda de la primera lectura. Confiar en Él no consiste en que, en el último momento arregle mi situación y me haga pasar a lo que veo en contraste, significa saber que esa unidad no la voy a perder porque Dios la va a mantener. Confiar en Él no es un arreglo para este mundo, sino en una comunión eterna, en toda circunstancia, en el
tiempo y sin el tiempo.

Llegando al final del año, al final del tiempo, al final de lo que tengo y de lo que he considerado mis riquezas, las que fueran, en esta vida, con mis dos monedas muestro que sigo confiando en el Señor, en que Él no se va a separar de mí.

En la liturgia de la Iglesia, el cristiano experimenta que se encuentra ya en el principio de ese final, y su humanidad son esas dos monedillas con las que se reconoce y se alaba a Dios, con las que se le agradece y se le pide comunión, comunión, comunión: no separarse ante el final, manifestar ante todo su fidelidad. Así, en ese contraste, se hace visible el sentido de la vida, el sentido de lo que hemos recibido.
Diego Figueroa

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