domingo, 18 de noviembre de 2018

Comentario Pastoral
LAS REALIDADES ÚLTIMAS
En el mes de noviembre, en pleno clima otoñal, termina el año litúrgico. Hoy es el domingo penúltimo del tiempo ordinario y los cristianos somos convocados a una meditación sobre el fin del mundo y el cumplimiento de la historia de la salvación. Es bueno pensar serenamente en el final para poder entender mejor los principios, y sobre todo para saber vivir en el presente. Meditar en las realidades últimas es signo de valentía espiritual.

El evangelio de este domingo es uno de los textos más difíciles: el retorno de Cristo al fin del mundo para el juicio universal. Por encima de previsiones catastrofistas o apocalípticas, la enseñanza de Jesús está centrada en la “parusía” o segunda venida del Hijo del hombre. Es un acontecimiento positivo, el último de la historia de la salvación.

El Hijo de Dios, con la gloria del Resucitado hará un juicio y reunirá a todos los elegidos. Las imágenes cósmicas del sol, de la luna y de las estrellas subrayan la grandiosidad de esta venida gloriosa. Son, pues, un lenguaje simbólico que manifiesta la transcendencia del hecho y anuncia el punto culminante de la historia universal. La historia final del mundo no es una catástrofe sino una salvación para los elegidos. No podía ser de otra manera, pues ya en el comienzo de la historia humana, la creación fue el gran gesto de amor de Dios.

¿Cuándo será el retorno glorioso de Cristo? ¿Pronto o tarde? El cristiano no debe angustiarse por conocer anticipadamente el futuro ni vivir preocupado bajo concepciones milenaristas. El futuro está en las manos de Dios. Por eso el cristiano no está pendiente de curiosidades imaginarias para adivinar su futuro o el del mundo, sino vive el presente con actitud vigilante, positiva, esperanzada.

El hombre creyente se diferencia de quienes no lo son no por sus cualidades morales o éticas, ni por sus obras más perfectas, sino por su actitud vigilante ante el retorno del Señor, que se acerca. Por eso la fe hace que el hombre viva en esperanza y amor.

La parábola de la higuera es una invitación a la vigilancia y a la interpretación de los signos de los tiempos. Cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las yemas, se sabe que la primavera está cerca, pero que aún no ha comenzado. La palabra “cerca” es clave; los signos de los tiempos no anuncian el fin del mundo, sino la cercanía del fin para cualquier generación de ayer, de hoy y de mañana.
Andrés Pardo

Palabra de Dios:

Daniel 12, 1-3Sal 15, 5 y 8. 9-10. 11
Hebreos 10, 11-14. 18san Marcos 13,24-32

de la Palabra a la Vida
De la misma manera que el año litúrgico se acaba, así todo tiene un fin. Si el recorrido anual que hacemos con Cristo tiene un punto omega, un final, no debemos pensar que todo lo que existe no lo tendrá. Por eso, también la Iglesia se sirve de las advertencias del Señor para mostrarnos cómo tenemos que hacer ante esa situación calamitosa, destructiva. Ante la angustia que sobrevenga a la humanidad, angustia porque no sabemos cómo afrontar tantas situaciones apocalípticas… que ya nos toca vivir, conviene que recordemos que el Señor viene para reunir con Él.

Conviene que no se nos olvide que la profecía de la Escritura dice que entonces se salvará tu pueblo. Por eso, ante el final de algo, ante la crisis de lo que se viene abajo, la actitud ha de ser creyente. No se trata de salir corriendo, se trata de correr a creer. Sólo es necesario ver cómo cae cada día, cómo caen tantas realidades en las que confiamos, cómo cae en tantos momentos lo que planificamos para que nos demos cuenta de que, en todas esas circunstancias la actitud que se le pide al hombre es que pase de ser observador a creyente.

“El Señor es el lote de mi heredad y mi copa”, que el Salmo nos hace repetir hoy, es la constante confesión de fe que el hombre ha de hacer ante lo que cae en la vida, ante lo que se debilita, ante aquello en lo que esperaba, ante las personas que dudan o caen o me decepcionan:

“El Señor es el lote de mi heredad y mi copa”. En estas palabras hay una promesa naciente de lo que el Señor dice en el evangelio, una promesa de confianza, de seguridad, de mucha serenidad. Quien se pasa la vida acumulando seguridades, temblando por cada circunstancia adversa o suceso, no ha hecho suya la confesión del salmista.

La Iglesia nos repite esta advertencia con su celebración dominical: Cada sábado cae la tarde, una semana llega a su fin, una semana de duros trabajos, de sufrimientos, de dificultades, de construir con perseverancia… y se acaba, pero entonces viene el Señor, viene el domingo, para recordarnos lo que no se acaba, lo que no pasa, por qué motivo conviene que el Señor siga siendo nuestra heredad, lo que recibimos a la muerte de la semana.

Y la Iglesia nos hace reunirnos, porque al fin de todo habrá una gran reunión, que de hecho ya ha comenzado. Conviene que no olvidemos por qué nos reunimos cada domingo, que lo recordemos a niños, a jóvenes, que nos lo recordemos cuando algo nos falte: el domingo nos advierte de que se puede caer todo, pero el Señor permanece. En Él nuestra confianza.

La asamblea de la Iglesia es esto, reunión confiada cuando tantas cosas caen. La Iglesia reunida son las ramas y yemas verdes, tiernas, que anuncian que perseverar en el Señor da fruto y hace dar fruto. Y no pasará la generación de la Iglesia, este pueblo creyente, sin que veamos cómo, a la caída de todo, el Señor se alza. Lo vemos ya en la liturgia, lo veremos en plenitud cuando el final sea absoluto. De ahí que, bien vivida, la celebración dominical sea una llamada a confiar, una invitación a mantenerse unidos al cáliz del Señor. ¿Qué actitud brota de mí ante lo que falla, ante lo que se viene abajo o manifiesta debilidad? ¿Aparece el miedo, el deseo de abandonar al Señor, de buscar seguridades inseguras? La serenidad.

El domingo nos enseña la serenidad. Tenemos al Señor, y “con él a mi derecha no vacilaré”. En medio de un mundo caprichoso y herido ante cada pérdida, la liturgia de la Iglesia nos enseña a seguir junto al Señor, creciendo, avanzando, confiando.
Diego Figueroa

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